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Situaciones de fama

Por Irene Gelfman
Licenciada en Artes (UBA), crítica y curadora.
Ganadora del Primer Premio "Nuevos Curadores" de la Colección AMALITA y la Asociación Argentina de Críticos de Arte.

“En un futuro todos tendrán 15 minutos de fama” dijo, supuestamente, Andy Warhol y como pitonisa que vaticina el devenir, hoy nos encontramos en una era donde en los medios de comunicación todo es velocidad, todo es vértigo; una época donde el bombardeo publicitario y la incitación al consumo son constantes, pero no solo consumo de bienes banales, cosas baratas y fabricadas en serie, sino también consumo de ideas, de celebridades, de personas. Todo está al alcance de todos en un instante y todos sentimos que existe la posibilidad de convertirnos en famosos con tan solo unos cuantos clics.

 

Ahora bien, pocos son los que trabajan o se atreven a cuestionar lo que circunda la noción de fama, lo que sucede alrededor de la figura estrella, del famoso en cuestión. ¿Quiénes recuerdan a las personas que conformaban un cardumen de seguidores alrededor de Diego Armando Maradona a cada lugar que asistía? ¿Qué genera la fama en los sujetos que no la poseen sino que la rodean y la vivencian como personajes secundarios en una trama donde se desviven por compartir situaciones con los protagonistas, incluso si esto significa convertirse en sus asesinos?


Mariano Lucano en su serie Famófagos - No pictures, please! reúne momentos incómodos del fenómeno de la fama. A través de la magia de su lápiz y la delicadeza de su trazo nos invita a reflexionar sobre la época en la que vivimos, en la que el humano esconde su angustia existencial y su incertidumbre, en el consumo y en el ser “aceptado”. Un momento, donde ser ya no es suficiente, sino que hay que ser famoso y esto sucede no por lo que uno realmente es sino por el reconocimiento que recibe del otro.

 

Su proceso de creación de imágenes consiste en tomar como punto de partida imágenes pertenecientes a agencias de noticias. Como un cirujano que realiza un corte pensado, preciso y exacto, Mariano Lucano toma de este banco infinito de imágenes situaciones de fama. El artista, ve los detalles, los bordes, las periferias de las composiciones fotográficas; luego, se apropia de ellas a partir de un proceso de reinterpretación. En muchos casos elige al dibujar qué construir con dicha materia prima y es ahí, a partir de esa manipulación que realiza que les concede a cada una de sus obras el valor de un original.


Lucano nos muestra en cada pieza que conforma la serie el rito que circunda una imagen de fama y lo hace a través de la composición que diagrama. El artista pone el acento no en el personaje principal, sino en los acompañantes. No en el acto del ser famoso sino en los límites entre el acompañar y el ser. En esta suerte de figuras comparsas –propias del manierismo, donde la escena estaba repleta de signos que complejizan la lectura, y se agregaban figuras que no aportaban más que relleno en las composiciones– sus obras unen figuras que parecen estar realizando una coreografía, una danza alrededor de un rito, donde todo está calculado y nada es azaroso.

 

Por medio de tres registros distintos, el artista busca reforzar la tensión en cada plano, acentuar con encuadres disruptivos –que son un guiño al mundo de los mass media– el torbellino de sensaciones que genera la tan deseada fama. El uso del trazo que utiliza marca con las vibraciones del color y de las líneas, la ansiedad de los sujetos que son representados. Es rápido pero preciso, como los dibujantes de los juicios que realizaban los identikits de los acusados.

 

En No pictures please!, podemos reconocer tres procedimientos creativos: por un lado aplica manchas con el pincel creando colores, construyendo fondos, planos y detalles. Por el otro, el uso de la línea para definir contornos, crear figuras y enfatizar expresiones. Y por último el encuentro de las dos técnicas: su sello y estilo personal.


Es rescatable del trabajo de Lucano, el posicionar al dibujo no como una técnica auxiliar, o menor, sino como una disciplina en sí misma. Volver a darle valor a aquella técnica que fue centro de discusión en los parangones de los grandes maestros del Renacimiento.

Egreso per cápita
Por Juan Sasturain
Publicado en Página/12

En general, debo confesarlo, no me gustan los collages como recurso o medio de expresión plástica. Es una opinión tonta, ligera. Sé que soy tan prejuicioso con ellos como con las esculturas hechas con objetos encontrados, pero menos que con las maderas recogidas a la orilla del mar, las raíces secas convertidas en máscaras y otras facilidades. Exagero, claro. Basta –en buena lógica borgeana– encontrar un buen collage para relativizar mi juicio. Y los hay, muchos y ejemplares. Por eso voy a tratar de especificar mi fobia.
Me revientan los collages cuando su necesidad no es clara sino un mero recurso adjetivo: coserle una puntillita y pegarle un pedazo de diario con titulares a la mesa al óleo. Digo: hacerlo ahora, a un siglo de Juan Gris, a décadas del Berni chatarrero. Otra variante que prolifera, la de entreverar papelitos de colores, me hace acordar siempre a Matisse viejito en la cama, sin pinceles y con tijera, recortando y pegando como un pibe que faltó a la escuela. Ahí había primaria necesidad y lo que (lo) sigue suele ser comodidad secundaria.
Pero hay un tercer caso (entre mil) de uso del collage que, logrado o no, nunca es adjetivo, siempre es sustancial: el collage surrealista. El que ejemplifican, entre tantos y sobre todos Max Ernst; el que ensaya Jacques Prévert en sus ilustraciones para Fatras, el que frecuentó nuestro Enrique Molina cuando contó la desatada y terrible historia de Camila O’Gorman y el cura Estanislao. No es casual: pintores y poetas o poetas ilustradores. Esos collages tienen algunos elementos redundantes: uso de grabados o fotografías antiguas, el montaje dislocado –el ideal de lo bello surreal: un paraguas sobre la máquina de coser– y la incursión reiterada en dos procedimientos/efectos a menudo indisolublemente ligados: el terror y el humor. Por eso no es casual que ese tipo de engendro sea la ilustración “natural” de la famosa Antología del humor negro de André Breton.
Este es el procedimiento, el concepto con que ha encarado sus collages Mariano Lucano en Penas de muerte, un libro ejemplar en el que ilustra las mil y una maneras concebidas por los hombres desde tiempos inmemoriales para mandar al prójimo al otro mundo con el pretexto de hacer justicia. Y lo ha hecho con tanta convicción y eficacia –si cabe– que después de este trabajo no se puede concebir otra manera de ilustrar el horror de la pena capital que la suya. Incluso, Penas de muerte tiene la virtud de no caer en facilidades surreales, de no abusar del absurdo. Sus collages son conceptuales, claros, elocuentes. Las hieráticas figuras humanas y las máquinas descontextualizadas componen figuras nuevas y coherentes, penosas escenas sólo tolerables por la distancia de una figuración corrida de lugar, no de sentido. Lucano ha llegado ahí no por comodidad ni por soslayar un desafío sino para decir más a través del uso de lo usado. Que de eso se trata.
“Recién después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la pena de muerte dejó de ser un espectáculo público para pasar a realizarse en las mismas penitenciarías, ante muy pocos testigos”, dice el escueto prólogo explicativo que acompaña Penas de muerte. Espantosamente lógico: la ejecución pública de la población civil era el espectáculo que había monopolizado las primeras planas de diarios y las pantallas de los noticieros durante los seis años anteriores de conflicto bélico. Había llegado la hora del pudor. Pero el pudor, sin vergüenza genuina es hipocresía. Y la matanza sigue en vivo y en directo, sin juicio ni prejuicio.
En el camino del Manual de cocina caníbal de Topor y los chistes negros de Gila y goyesca compañía –otra referencia ineludible– hace rato que no se veía tanto ingenio desplegado para ilustrar la barbarie bárbara o ilustrada por los siglos de los siglos. La pena capital, capital del crimen legalizado, bien se merece este negro tributo. Como dice el crítico peruano Túpac Amaru (Cusco, 1781) en una cita elocuente: “Un libro desestructurado en el que cada capítulo podría desprenderse y funcionar en forma autónoma, se le puede criticar cierto estiramiento forzado, pero hay fragmentos que te parten”.
Ni más ni menos.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-91339-2007-09-14.html


 

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